El texto dramático Corona de fuego de Rodolfo Usigli es un poema completo. Un poema épico de la muerte de hombres y su cultura. Y es que parece que al tema de la conquista española al territorio americano solo puede abordársele desde dos extremos la solemnidad y el lamento o desde la más total parodia: reír o llorar un valle (de México) de lágrimas.
Dice Georg Luckacs en La novela histórica: “El drama trata de los destinos humanos, incluso no hay otro género literario que se concentrase tan exclusivamente en el destino del hombre, en los destinos que resultan de las recíprocas relaciones en pugna de los hombres, y que resultan sólo y únicamente de ellos.” Y esto puede explicarse porque el drama permite dar nuevas voces a los personas reales que protagonizaron los hechos históricos pero sabiendo el final de su historia personal inserta en ese gran libro histórico oficial de cada pueblo.
La historia de la conquista trata sobre el despojo y el engaño a través de una fe cristiana totalmente distorsionada y malentendida, y a la que Usigli vuelve poema épico. Hay corifeo español y hay corifeo indígena. Unos hablan de caer y otros de ascender. Unos de oro y otros de destino manifiesto, todo comunicado a través de unos versos endecasílabos de lirismo desbordante:
Hora de la mujer frutal y tierna
que nos dará la dulce fatiga, que es reposo,
del humano yantar, blando, oloroso,
y el agua de la más honda cisterna.
En versos así podemos palpar la humanidad de los españoles, tenido por los aztecas como dioses o como ladrones pero nunca como demonios. Ésta última concepción pertenecía a los españoles quienes veían en los dioses y los ritos de los nativos instrumentos de Satanás: “eres tú, Cuauhtémoc, no águila: serpiente”.
Y también hay voces que recriminan a Cortés la sangre que derrama a su paso. No podía ser de otra forma, quien sirve a dos amos con uno ha de quedar mal y Cortés y sus huestes servían a la Santísima Trinidad y los poderes terrenales y mundanos consagrados en la iglesia (ahora nos atrevemos a decir) y en la corona española. Le dice una voz a Cortés:
Sigue pues, ciego, tu ruta,
mas si estás determinado
en matar, sabe que cedes
a lo que hay en ti del Diablo.
Aunque también se lee que los mismos españoles no tienen pudor alguno al mofarse de los indios al llamarlos “raza de perros y de sabandijas” o “los indios son siempre mejores muertos que vivos”.
Entonces, ¿quien más sino el mismísimo Diablo podía mover la brújula de los conquistadores? Una paradoja que sólo los españoles introdujeron: trajeron a Dios y trajeron al diablo. Y ellos mismos contenían a ambos. Por un lado enseñaban el total amor al prójimo y por el otro lo robaban, lo saqueaban, lo quemaban, lo colgaban... He ahí la verdadera tragedia a la que acuden los poetas y los dramaturgos mexicanos que, como Usigli, dibujan dando voz no solo a los vencidos sino a la conciencia extraña de los nuevos visitantes.
Yo creo entonces que el panorama que presentan estos textos dramáticos de la conquista es el de una religión cristiana que servía más al César que a Dios pero que no había de otra: el papa reconocía a los reyes y ambos se servían dejando más flaco al redentor crucificado. Pienso pues que a través de la letras, sean desde la más ahogada tragedia hasta la más hilarante de las parodias la imagen de Cristo va deformándose, igual que Cecilia Gómez deformó en un afán restaurador el Ecce Homo en la Iglesia del Santuario de Misericordia:
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